Es curioso cómo cambia la perspectiva del adulto si tratamos de mirar con los ojos de los niños.
Cualquier cosa les provoca, les interroga, se sienten empujados a probar, a conocer.
Estaría bien que nos contagiásemos un poco de sus sentidos, a veces atrofiados en nosotros,
como nos cuenta G. Rodari en su poema La oreja verde...
Un día, en el expreso Soria-Monteverde,
vi subir a un hombre con una oreja verde.
Ya joven no era, sino maduro parecía,
salvo la oreja, que verde seguía.
Me cambié de sitio para estar a su lado
y observar el fenómeno bien mirado.
Le dije: Señor, usted tiene ya cierta edad;
dígame, esa oreja verde, ¿le es de alguna utilidad?
Me contestó amablemente: Yo ya soy persona vieja,
pues de joven solo tengo esta oreja.
Es una oreja de niño que me sirve para oír
cosas que los adultos nunca se paran a sentir:
oigo lo que los árboles dicen, lo que los pájaros cantan,
las piedras, los ríos y las nubes que pasan.
Así habló el señor de la oreja verde
aquel día, en el expreso Soria-Monteverde.
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