En esta ocasión, no vamos a tratar de las emociones de los niños, sino de las de nuestros mayores. He aquí el relato escrito (que ha sido merecedor de un premio) por un abuelo entrañable de nuestra escuela. Un ejemplo de solidaridad y empatía con quienes no están tan bien, aquellos a los que la edad pasa factura, y que, en realidad, están muy cerca de los más pequeños...
Disfrutad con esta pequeña pero conmovedora historia.
TU
VIEJA MALETA
Como es lunes, estoy esperando
a Félix y, a pesar de que corre el mes de mayo, me abrigo con la misma ropa que
en enero, pues este año el invierno se resiste a abandonarnos.
Félix, Javier y yo, Alberto,
hace ya bastante tiempo, pasamos la tarde de los lunes en la residencia
"El Vergel” de Pamplona.
Cuando Karmele, nuestra
coordinadora en el Voluntariado, nos insinuó la posibilidad de acompañar los
lunes por la tarde a Ismael, Isidora y José Luis, residentes en el geriátrico,
nosotros, con inquietudes y deseos de aliviar el peso de algunas vidas, que al
ir aproximándose a su final se hacen duras, aceptamos encantados.
El primer día, al menos yo, fui
con curiosidad y mucho temor, pues me sentía, a la vez que esperanzado y con
muchas ganas, inepto para una experiencia tan desconocida.
Ahora, lo digo con gran
satisfacción: La pared que me impedía caminar, como si fuera un cristal de
hielo, se fundió con el primer apretón de manos y el primer beso de Isidora.
Era tanto el calor humano que
transmitían aquellas personas, que quedamos atrapados de inmediato
Nos sentamos todos juntos en
animada tertulia, conociéndonos y escuchando con agrado las muchas cosas que,
los tres a la vez, nos querían contar.
Ese mismo día se nos sumó
Silvestre y, sin pasar tres semanas, el corro tenía más de quince sillas.
Me asombra lo fácil que me
resultó todo. ¡Qué tardes más agradables pasamos, charlando, escuchando, riendo
los chistes de todos los días, bailando, tomándonos el pelo, cantando y, hasta
llorando, pues las lágrimas compartidas son menos dolorosas! Fui a "El
Vergel” con la intención de aliviar el peso de algunas vidas. No sé si lo habré
conseguido. Creo que sí, a juzgar por el cariño que me demuestran y lo
contentos que se ponen cuando me ven.
De lo que sí estoy seguro y,
además, felizmente seguro, es de lo mucho que se ha enriquecido mi vida
Son tan asombrosamente grandes
sus ganas de vivir, su cariño, su humanidad, que han hecho crecer mi autoestima
muchos enteros.
Nunca, nadie me había tratado
con tanto cariño y me había hecho tan feliz como mis amigos los tertulianos de
El Vergel.
En estas cálidas tardes estoy
aprendiendo muchas cosas: Estoy aprendiendo a escuchar. Todos quieren hablar;
pero no hablan si no se les escucha. Es de admirar cómo respetan el turno.
Nunca se interrumpen.
A pesar de que nos cuentan
siempre las mismas cosas, como para ellos es siempre la primera vez, las
cuentan con el entusiasmo de la novedad.
Estoy aprendiendo a hablar:
Cuando hablo tengo que estar bien seguro de lo que digo, porque todos callan y
escuchan con mucha atención.
Siempre he tenido miedo a
hablar en público. Ahora, gracias a ellos, lo hago con mucha más seguridad.
Estoy aprendiendo a vivir: Para
vivir no hace falta viajar con gran equipaje. Con saber aceptar tu vieja maleta
llena de recuerdos y sentimientos es suficiente.
He recibido mucho, muchísimo
más de lo que he dado.
La primera mano que estreché en
El Vergel, fue la de Ismael, mano huesuda, descarnada, parecida a una zarpa de
raíces que se quiere hundir en la tierra para volver a germinar; mano que aún
tenía energía para apretar.
Ismael a sus 101 años; era
alto, muy delgado; su cara aún conservaba unas facciones agradables que
recordaban su elegancia y belleza. Había sido un hombre guapo.
En su habitación no había
espejo, pero una fotografía de sus tiempos jóvenes lo sustituía. En esa
fotografía se miraba Ismael y así se veía siempre joven, guapo y sacaba fuerzas
para afrontar un nuevo día.
Apoyándose en un ligero bastón deslizaba
sus pies por el brillante suelo de la casa.
Su cabeza estaba en orden; pero
era de su juventud de lo que le gustaba hablar. Veo cómo, cuando nos contaba
sus pequeñas travesuras de monaguillo o sus tareas de sacristán, sus acuosos y
apagados ojos se le encendían e iluminaban su rostro haciendo que se pareciese
más al de la fotografía de su habitación.
Javier, mi compañero, que canta
bien, entonaba el kirie de la misa de Angelis e Ismael, transportado a la
parroquia de su pueblo cantaba la misa entera y, con el incensario en las manos
hacía la reverencia a Javier, que en ese momento sustituía a su párroco.
Esos momentos para Ismael eran
sublimes. ¡Cómo me gustaba ver su cara iluminada por la luz que desprendían sus
ojos!
Era muy mayor y no tardo mucho
en abandonar la tertulia.
En sus últimos días le
acompañábamos en su habitación. ¡Cuánto le costó morir y cuánto sufrió!
Yo le solía masajear los pies y
las piernas. Sigue, me decía si yo paraba; sigue, que me duele mucho.
Le gustaba rezar y yo le
acompañaba, ponderándole su fe, su bien hacer y bien vivir ayudando a su
párroco en la iglesia de su pueblo. Le recordaba su trabajo como labrador; lo
mucho que amaba a "El Negro” y a "El Royo”, sus bueyes.
Él hablando de estas cosas se
sentía bien y muy reconfortado. Me apretaba la mano, cada día con menos fuerza,
pero no me la soltaba. Con mi mano entre las suyas se encontraba seguro y, por
unos momentos se olvidaba de lo mucho que le dolían sus llagas.
A Ismael le costó mucho y
sufrió mucho.
Isidora me decía:- El pobre,
cuando no estáis vosotros se queja continuamente; tiene mucho dolor. ¿Por qué
no le ayudan para que no sufra? También yo me hacía esa pregunta.
Por fin recibí la llamada que
estaba deseando. Karmele me anunció: -Ismael ha dejado de sufrir.
En la tertulia había tristeza;
pero lo que más se palpaba era una sensación de alivio y bienestar porque
habían dejado de oírse sus gritos de dolor.
Ismael, ya no sufría.
Ismael descansaba y un aura de
gozo nos cubría a todos los tertulianos.
Isi, sin decir nada, me tomó de
la mano y, con paso titubeante, me llevó hasta la capilla.
Vamos a rezar a San Miguel –me
dijo. Es el Patrón de mi pueblo y está ahí, en el retablo, escuchándonos. Yo
recé una oración en voz alta; pero a ella no le salían las palabras, aunque sí
unas lágrimas silenciosas que le surcaban sus arrugadas mejillas, mientras su
mano se aferraba con fuerza la mía.
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