Esta semana ocurrió algo en clase que me ha hecho reflexionar. Uno de los niños -de cinco años- comenzó a llorar desconsoladamente y cuando le pregunté que le ocurría, contó entre lágrimas que había contado "un secreto" a una compañera pidiéndole que no se lo dijera a nadie "ni a las profesoras, ni a los demás niños y niñas". Pero no ocurrió así, y él sintió su confianza traicionada.
Algunas veces nuestros pequeños muestran sentimientos que, desde el punto de vista del adulto, pueden parecer desmesurados, como llorar o enfadarse por asuntos que solemos ventilar rápidamente diciéndoles "no tiene importancia" "no exageres, no es para tanto" o "no pasa nada". Nuestra intención es buena, queremos resolver el problema y abreviar la incomodidad que produce la situación. Pero lo que para nosotros es una nimiedad, ellos lo viven como algo muy importante.
La escucha activa y la empatía, por nuestra parte, implica ponernos en su lugar y acompañarles en su emoción.
Como adultos que somos, les ayudaremos a encontrar soluciones y modos de gestionar lo que sienten, sin magnificar lo ocurrido, pero también se menospreciarlo.
Ni más ni menos que como nos gustaría que los demás hicieran con nosotros...